Últimamente ha habido en España, y en el resto de Europa también, bastante revuelo con el informe Pisa sobre la educación. En España en concreto, porque los resultados, un año más, son muy decepcionantes, y lo más alarmante es que todo sigue igual. Es decir, que como dijo Pérez-Reverte en un artículo reciente sobre este tema, aquí todo el mundo echa balones fuera y culpa al vecino de lo mal que anda el país. Después de varios informes realizados por el mismo instituto, que yo recuerde, y después de varias malas notas que ese mismo instituto ha dado a la educación en nuestro país, nuestros políticos han sido incapaces de mover un solo dedo o de llegar a alguna conclusión constructiva. Así que seguimos en la eterna discusión entre lo que se debe hacer, con un tema tan sensible y tan pervertido como la educación, mientras no hacemos absolutamente nada y nuestros chavales, aquellos que deben asegurar el futuro del país, se sumen cada vez más en la ignorancia. En fin, no creo necesario discutir aquí sobre los beneficios de una educación de calidad para un país, no sólo en el terreno de la estabilidad social, sino también en el de la prosperidad económica. Si un país quiere atraer inversiones, necesita proporcionar trabajadores de calidad en todos los ámbitos. Desde el punto de vista económico, la educación de cada uno de los ciudadanos es uno de los factores fundamentales de desarrollo. Sin esta educación, de nada sirve jugar con la política macroeconómica, fiscal o diplomática para dopar artificialmente la economía o para seducir a potenciales inversores o clientes. A largo plazo, factores tan sencillos y tan fácilmente comprensibles como la productividad o la educación, ambas ligadas de alguna manera, son los que permiten que un país progrese.
En el terreno de la educación el dilema consiste en la creencia falsa que conduce a considerar que la educación es popular, es decir, que todo el mundo tiene que acceder a ella necesariamente. Lógicamente todo el mundo debe tener acceso a una educación básica y general, que le permita acceder a estudios superiores si dicha persona está capacitada y quiere hacerlo, o incorporarse al mercado de trabajo con una preparación mínima que le permita enfrentarse con éxito a los problemas de la vida cotidiana. Esta educación básica tiene que regirse por tres máximas, la del esfuerzo, mérito y recompensa. No creo que nadie discrepe de la importancia de educar a los chavales en estos tres valores. De hecho, una de las piedras angulares de la victoria del presidente Sarkozy en Francia en las últimas elecciones fue la promesa de volver a instaurar el mérito en la escuela. Estos tres principios muestran a los chavales que la vida no es un regalo, y no enseñárselo sería mentirles y condenarles a un descubrimiento tardío y dramático de la realidad de la vida, que hay que trabajar para ganarse el pan, y que el trabajo bien hecho siempre se ve recompensado. Quiero creer que prácticamente la mayoría de la población, y sobre todo nuestros responsables, estarían de acuerdo con que estos tres principios deben regir la educación en general, pero en particular la básica o mínima, aquélla que todos los ciudadanos deben cursar antes de poder incorporarse al mundo laboral. Aún así, y a pesar de que las opiniones convergen en este tema, en España la educación todavía se rige por un sistema en el que el mérito y el esfuerzo no se ven recompensados, y lo que es más grave, la falta de ellos no se castiga debidamente. Esperemos que algún día, nuestros dirigentes comprendan la importancia de volver a una escuela de calidad, basada en estos tres principios, por lo menos antes de que otro informe Pisa constate una situación mucho más dramática.
Sin embargo, en lo concerniente a los estudios superiores, el camino a recorrer es, creo yo, mucho más difuso. Se habla de proporcionar más recursos a una Universidad europea esclerótica, de aumentar la competitividad entre ellas, de un modelo americano sin pagar las tasas que allí se pagan, y finalmente de una educación popular. De todas estas ideas algunas me parecen irrealizables, como la del modelo americano sin fondos (por motivos obvios) o la de asignar más recursos. Esta segunda no sólo porque los presupuestos de los Estados estén ya en situación alarmante, sino también porque dudo de su eficacia como solución única. Otras me parecen difíciles de realizar en sentido amplio (aunque son una consecuencia lógica de un modelo más realista), como la de aumentar la competitividad entre ellas, porque algunas Universidades tendrán muchas dificultades para encontrar recursos. En resumen, una Universidad de Humanidades siempre tendrá más dificultades para competir con una Universidad esencialmente de ingeniería. Además, dentro de una misma Universidad se plantearía el problema que se le plantea a la empresa privada de “vender” las actividades de rentabilidad baja e invertir en aquellas con gran valor añadido. En definitiva una Universidad podría deliberadamante disminuir la inversión en Filología Hispánica y aumentar la de Ingeniería de Telecomunicaciones. Y esto no sólo es un error, sino que la idea de que la competitividad entre las Universidades es la solución máxima proviene de una mala comprensión, o de una perversión, del modelo anglosajón. Y si no que se lo pregunten a las facultades de letras de Oxford y de Harvard, por citar dos de las más prestigiosas.
De hecho, en la cuarta idea, que es la más peligrosa, se encuentra la solución al problema de nuestras Universidades. Europa tiene que devolver a estas mismas Universidades a sus raíces. Las Universidades no deben ser populares, deben ser elitistas. Sólo los mejores, o los que tengan más ganas, deben estudiar en ellas. Porque el problema es que partamos de una idea igualitaria de la sociedad, en la que todo el mundo debe acceder a la educación superior y a un trabajo digno, y desemboquemos en una sociedad eminentemente injusta, en la que las capas de mayor poder adquisitivo se pueden pagar un máster que amplíe sus estudios, y que les permita diferenciarse de unos diplomas universitarios desacreditados. Desacreditados precisamente, por la presencia de personas que no quieren ni deben estar allí. La idea consiste en devolver a la Universidad su prestigio perdido, su capacidad para seleccionar los estudiantes según sus méritos, de propocionar a todos aquellos que se encuentren en la encrucijada de la elección con las mejores posibilidades adaptadas a cada uno (y aquí entre en juego la Administración) y de crear una enseñanza profesional alternativa (para aquellos que no quieran o puedan acceder a estudios superiores largos) también de calidad y eminentemente práctica para que permita aprender un oficio y convertirse en un buen profesional. Cada vez que oigo a un político proclamar que nuestras Universidades necesitan más recursos, intuyo que dichos recursos estarán mal empleados, si no se soluciona el problema de base y se rompe el tabú de una educacion superior popular. Las Universidades, desde su creación, son elitistas, y en el proporcionarles los medios para que puedan volver a serlo se encuentra la solución a una Universidad europea esclerótica, que no cumple su función y que además, a pesar de pretender lo contrario, está generando una sociedad más injusta con los que no pueden pagarse enseñanza privada de calidad.
(Artículo de http://diariodeamerica.com/front_nota_detalle.php?id_noticia=3110)